Mexicali.- En un gesto que desarma prejuicios y abre camino a la esperanza, diez personas privadas de la libertad se unieron en matrimonio al interior del Centro Penitenciario El Hongo II, aunque rodeados de muros, el evento estuvo envuelto en un ambiente festivo y esperanzador, miradas cómplices, manos entrelazadas y votos que, pese al encierro, hablaban de libertad emocional.

En la ceremonia colectiva, organizada como parte de una política penitenciaria con enfoque en derechos humanos, los protagonistas fueron hombres que, tras enfrentar las consecuencias de sus actos, hoy buscan rehacer su historia al lado de quienes no los soltaron ni siquiera en la peor etapa de sus vidas.

Para muchos de ellos, este no fue solo un “sí, acepto”, sino un acto de fe. Fe en que es posible reconstruirse, que hay alguien afuera que cree en su cambio. En términos criminológicos, el matrimonio en prisión puede ser leído como una herramienta de vinculación social: un refuerzo afectivo que ayuda a disminuir la reincidencia y refuerza el sentido de propósito individual.

La música corrió a cargo de un grupo formado por los mismos internos, y durante el banquete sencillo, no faltaron los abrazos y lágrimas discretas. Hubo foto del recuerdo y pastel, pero sobre todo, hubo símbolos: el anillo como promesa, la mirada como pacto silencioso, la boda como punto de partida.

Este tipo de ceremonias son más que gestos institucionales: son puentes. Porque incluso dentro del sistema penitenciario, el amor —cuando es genuino— puede ser la semilla de algo más grande que una historia de castigo, puede ser el principio de una redención con rostro humano. Y en una sociedad que castiga con dureza, reconocer la dignidad de quien ama desde el encierro también es un acto de justicia.